Al final, lo que me aburrió fue obsesionarme con mi vecino, intentar salir a cenar con alguien que cree que hacer reservaciones es “limitante” y ver cómo mis amigos dejaban de prestarme atención cada vez que me quejaba, por enésima vez, de que me hubiera cancelado una cita.

Dejé de mantener la luz encendida toda la noche, comencé a dormir bien, encontré un terapeuta y me abrí a la posibilidad de conocer a otra persona.

Esa otra persona fue Henry, el amigo de un amigo que conocí en la proyección de una película. Tenía pecas por toda la cara y una gran sonrisa sin complejos. Era británico, como yo, pero las similitudes terminaban ahí. Estaba obsesionado con estar al aire libre, le encantaba cocinar y era un bebedor moderado.

Por el contrario, yo consideraba que una excursión a Central Park era senderismo, compraba mis comidas (sushi, madalenas, fruta precortada) en una tienda de productos gourmet y no era moderada en nada.

Me gustó al instante, pero no fantaseé con casarme con él.

En una de nuestras primeras citas, Henry hizo reservaciones en tres restaurantes y me dejó elegir a cuál ir. En otra, vimos un documental sobre los males de la cría de salmón. En los meses siguientes, quedamos de vernos una o dos veces por semana para comer, ir al teatro o ver una exposición. No había que esperarlo hasta tarde ni tenía que preguntarme si me dejaría plantada o no.

Estaba acostumbrada a empaparme de una persona como si bebiera todo un vaso de un trago, pero con Henry, me lo tomé a sorbos. Me sorprendió con sus habilidades de malabarista (le habían enseñado eso de niño para ayudarle con su dislexia) y me habló de su papel

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